Casablanca (1942), de Michael Curtiz
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| Imagen: FilmAffinity |
Hace unos días navegando por internet leí una descripción de la película de Curtiz, Casablanca (1942), que decía algo así como que "está tan bien trabajada como una cinta de Hitchcock".
The problems of three little people don’t amount to a hill of beans in this crazy world
El filme cuenta con tres guionistas acreditados: Julius J. Epstein, Philip G. Epstein, Howard Koch. Un cuarto guionista, Casey Robinson, hizo contribuciones importantes y la historia proviene de una obra no producida escrita por Murray Burnett y Joan Alison.
Tenemos, entonces, a los hermanos Epstein, talentosos y prolíficos –Arsénico por compasión (1944)– a Koch que escribió Carta de una desconocida (1948), una obra preciosa; y a Robinson, que escribió La extraña pasajera (1942).
El resultado es una transmutación maravillosa e increíble –una suerte de alquimia–.
Gran cantidad de personas incluyendo el trabajo de dirección de Michael Curtiz y al productor Hal B. Wallis. Y, sin embargo, se desarrolla de manera plena, sirviéndose del Rick’s Café como eje para una reunión de almas perdidas y personajes a los que no se les permite concebir esperanza alguna.
Casablanca es el epítome del resultado de la «era dorada de Hollywood», un largometraje en el que la cadena de montaje de la fábrica del cine logró convertirse en un producto impecable.
¿Cuánto mérito corresponde a Curtiz, pues, cuya lista de clásicos es tan extensa como formidable –por citar algunos: Robin de los bosques (1938), El halcón del mar (1940), Alma en suplicio (1945) o Punto de ruptura (1950)–?
Porque lo vemos como un artesano contratado para hacer el trabajo más que como a un autor.
Hasta ahora creía que esta película era el ejemplo perfecto de cómo el sistema de estudios funcionaba, pero mencionando algunas de las formas en que podría haber salido mal, dudo si es más bien el típico caso en el que los astros se alinean.
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| Imagen: FilmAffinity |
Pero centrándome en la película en sí, el escenario mencionado al comienzo de esta entrada hace gran parte de la labor, ya que se siente como un sitio de paso para quienes buscan encontrar el camino a otro lugar, y un purgatorio para alguien como Rick (Humphrey Bogart), –un idealista que antes fue valiente y que ahora es un cínico enamorado– cuya neutralidad decidida conlleva un gran coste.
Parte del entorno me recuerda a esa urbe de posguerra que se puede explorar con el visionado de El tercer hombre (1949) de Carol Reed, que transcurre en una Viena donde las nuevas organizaciones internacionales todavía no suponían un impacto global; de ahí que los maleantes y el mercado negro se instalan para llenar ese vacío.
Digamos que, en ambas películas, la ley "brilla por su ausencia".
Y aun así, las reglas son rígidas: la relación entre Rick y el capitán Louis Renault (Claude Rains) termina con la última frase más famosa de la historia del cine, pero comienza con una hermosa sincronía de propósitos antes de llegar a esa hermosa amistad.
Rick y Renault tienen cierto poder que pueden elegir ejercer, pero la autopreservación es su objetivo principal, lo que significa que tienen que cumplir con las demandas belicosas de alguien como el mayor Strasser (Conrad Veidt), incluso cuando es evidente que no les importa en absoluto.
We’ll always have Paris
Casablanca concibe la sensación de un mundo vibrante, peligroso y romántico, pero también es una película de primeros planos íntimos en los que el espacio entre los personajes parece estar cargado de forma efectiva.
No quiero terminar este texto sin mencionar la interpretación de la actriz sueca Ingrid Bergman (Ilsa Lund en el celuloide). Su presencia, sus sentimientos... son complicados porque el amor adulto es complicado. En ella se refleja ese pasado vivo y presente aunque siga siendo eso, tiempo que pasó.
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Hoy has traído un clasicazo. Me gusta mucho la manera en que abordas las críticas y más aún si se trata de una tan imprescindible como está 👌
ResponderEliminarTe lo agradezco. ¡Hasta la próxima!
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